lunes, 25 de octubre de 2010

VIVE LA REVOLUTION

Agustin Munoz V.



Los libreros parisinos de la orilla izquierda del Sena deparan, en los tiempos actuales, pocas sorpresas. Ya no es posible encontrar ejemplares raros o primeras ediciones como era el caso hasta mediados de los años setenta. Hoy solo se encuentran textos de dudosa calidad como afiches, posters, reproducciones de monumentos históricos franceses y, en algunas ocasiones, tarjetas postales de los años 50 y 60 que con seguridad han sido recuperadas de algún granero o adquiridas en remates. Recientemente, una de ellas me llamó la atención pues era la fotografía de la portada del Hotel Nacional de la Habana. En el reverso, el texto dirigido a un tal Raoul Vallard y escrito con una caligrafía de profesora primaria, era muy simple: “Vive la Révolution“. Más abajo aparecía “Amitiés” y firmaba Emma. La postal estaba datada del 17 de Abril de 1961.
Debo confesar que la lectura de una frase tan simple me hizo pensar en esa desconocida Emma. Me la imaginé de inmediato como una hermosa joven de 24 años, egresada de la reputada Ecole Normale Supérieur de la Rue d’Ulm, en viaje de iniciación por las turbulentas latitudes de Latinoamérica. Sin dudas estaba llena de curiosidad, entusiasmo y mística con ese proceso de cambios por una vida mejor que se iniciaba en esa isla tan lejana. Me la imagino reflexionando sobre los cursos de marxismo impartidos por el entonces cuadragenario filosofo Louis Althusser y viendo en la realidad cubana la materialización de la teoría brillantemente expuesta por el intelectual francés. Lo conciso de la frase indica que Emma tiene poco tiempo; lo justo y lo necesario para ser educada e indicar a Raoul lo más importante de su viaje. ¿Estaría al corriente, Emma, que el mismo día que envió la postal se producía el desembarco de Bahía Cochinos y que el controvertido cardenal cubano Manuel Arteaga Betancourt se asilaba en la sede de la embajada argentina para evitar ser fusilado o al menos arrestado por sus conductas políticas y personales, sellando así un largo quiebre entre la Iglesia y la Revolución?
Miro nuevamente la foto del frontis del Majestuoso Hotel Nacional y la nostalgia me invade. Recuerdo mis viajes a Cuba, a La Habana. Los inigualables atardeceres tropicales frente al mar Caribe que se pueden apreciar, en toda su intensidad, solamente desde los jardines de ese hotel y vuelvo nuevamente a esa Emma intelectual, bella, joven y ciertamente de posición acomodada, bilingüe, lectora de Hemingway y fanática de mojitos, cubas libres y daiquiris, viviendo ciertamente una de las emociones más fuertes de su vida en medio de ese turbulento proceso que marcaría la historia contemporánea.
Me parece divisar a nuestra heroína en medio de la exaltada muchedumbre que repleta las calles y el frontis de la Universidad de La Habana, de la Facultad de Derecho o de Filosofía y Letras acompañada de nuevos amigos, de barbudos estudiantes con brazaletes rojinegros del 26 de Julio que custodian las dependencias académicas y que discuten al interior del centro de alumnos las maneras de acelerar y de defender la revolución.
Regreso a la realidad de una de mis estadías en La Habana en los difíciles tiempos del llamado “período especial”: 1994. Año muy difícil para los cubanos, mucho menos para quienes nos hospedábamos en el Hotel Nacional.
Siempre tuve sentimientos encontrados con ese hotel. Me atraía su majestuosidad, su entorno, su ubicación espectacular desde donde se puede observar imponente la ciudad y el mar. Esto contrastaba con su historia, pues el hotel Nacional fue uno de los centros de operaciones importantes del crimen organizado norteamericano. Allí se realizó, entre el 22 y el 26 de Diciembre de 1946, la gran convención de los mafiosos para sellar la paz y repartirse territorios. Meyer Lansky, Santo Trafficante, Amadeo Barletta, Lucky Luciano, Vito Genovese, Alberto Anastasia y otros delincuentes de menor rango se hospedaron, conspiraron y disfrutaron. Artistas como Frank Sinatra, Bola de Nieve y Dean Martin, animaron inolvidables veladas. Lana Turner y Ava Gadner escandalizaban con sus atrevidos amores a la farándula de entonces. María Félix, Agustín Lara eran visitantes asiduos junto a Hemingway y a dignatarios y políticos del mundo entero. Hay también otros recuerdos muy penosos como el suicidio de Laura Allende, la hermana de nuestro Presidente mártir, quien se lanzó al vacío desde el sexto piso del hotel.
Durante la aguda crisis económica que sufrió Cuba desde fines de 1990 a 1994, llamada pudorosamente “período especial” no se notó, en el Hotel Nacional, la falta de alimentos ni las privaciones ni humillaciones que la población cubana soportó estoicamente.
Fueron tiempos muy duros que se caracterizaron por un estancamiento sin precedentes de la economía, producto fundamentalmente del corte del apoyo económico que Cuba recibía de la ex Unión Soviética y de los países del Este europeo; a ello se sumaban las presiones norteamericanas que restringían el intercambio comercial y el bloqueo a través de la aplicación de las leyes Torricelli y Helms -Burton. La ineficacia de la burocracia cubana y la rigidez de las políticas económicas contribuyeron igualmente al caos económico.
Los efectos en la población fueron desastrosos y se manifestaron duramente en la vida cotidiana con una mayor escasez que la habitual, con repetidos cortes de energía eléctrica, ausencia total del transporte público, aparición de una serie de enfermedades y un deterioro sin precedentes del sistema sanitario. El ausentismo laboral fue casi total y el PIB cayó a los más bajos niveles de la historia económica del país.
Aun cuando las autoridades reaccionaron con mucha rapidez, aplicando medidas económicas bastante acertadas que atenuaron en parte los efectos de la crisis, hubo otros efectos políticos y sociales que el Gobierno no se esperaba.
Desde el Majestuoso Hotel Nacional fue posible observar y escuchar las masivas manifestaciones de protesta contra el Gobierno de Fidel y contra la Central de Trabajadores Cubanos que dirigía el hoy embajador Pedro Ross. Las protestas eran tanto en la calle como en los barrios y en los pocos sitios de trabajo que funcionaban. El alcoholismo y la prostitución se hicieron muy visibles. Por el bellísimo malecón y en los entornos de los hoteles de lujo pululaban hermosas muchachas que se prostituían y que recibieron el apodo de “jineteras”(los jóvenes fueron denominados “pingueros”). En ese momento pensé que la caída del régimen era cuestión de horas. Estaba convencido que “el motor de la historia” que impulsaba la protesta popular cumpliría el mismo rol que en Polonia, la Unión Soviética, la RDA y demás países comunistas. Sin embargo no fue así. La dura represión hizo aumentar el temor de la población y las restricciones políticas se hicieron más duras. La apertura económica junto a otras eficaces medidas logró superar la grave crisis y todo continuó como antes.
Han pasado más de 16 años desde esa experiencia. Aunque volví a La Habana en otras ocasiones, el impacto de ese año aún perdura. El temporal del “período especial” ya había pasado, dejando eso sí fuertes secuelas. Con el correr del tiempo Fidel traspasó, como buen emperador envejecido, la conducción del país a su también anciano hermano.
La disidencia ha aumentado y se ha hecho más visible. Los presos de conciencia y sus mujeres vestidas de blanco han desafiado heroicamente a la dictadura de los Castro, al Estado coercitivo, reclamando democracia, libertad de expresión, de pensamiento, respeto por los derechos humanos y justicia. Los gobiernos progresistas europeos y latinoamericanos, los partidos políticos de izquierda y los medios de comunicación ya son más cautos en sus nostalgias apreciaciones revolucionarias, comenzando a admitir que en esa isla no hay democracia, que hay presos políticos, que la represión existe y que los resultados de más de 50 años de revolución han sido un franco desastre, muy lejos de lo que un día concebimos como una sociedad más justa, solidaria, con libertad, bienestar y justicia.
La Iglesia Católica, desde la visita del Papa en 1998, ha ido lentamente recuperando algunas de sus esferas de influencia, que de alguna manera siempre mantuvo con Fidel. Éste, desde el momento en que los obispos intercedieron para proteger su vida luego del asalto al cuartel Moncada, nunca cortó completamente los lazos de comunicación con la Iglesia, a pesar del duro combate que libró en su contra. El dialogo y las relaciones, no siempre conflictivas, sostenidas con el conservador cardenal norteamericano John O’Connor, quien viajaba frecuentemente a La Habana, así lo confirman. Raúl Castro ha seguido los históricos pasos de su hermano aceptando la mediación de la Iglesia con la disidencia, con los presos de conciencia y dando recientemente su aprobación para la salida de algunos de ellos hacia España y hacia otros países.
Emma podría tener hoy cerca de 73 años y le costaría mucho entender, con su raciocinio cartesiano, lo que pasó con esa revolución llamada a construir un mundo mejor, sin privilegios, con libertad, respeto, justicia y bienestar. Se escandalizaría nuestra anciana revolucionaria al enterarse de las declaraciones del Comandante Fidel diciendo que el modelo cubano no es exportable, pues ni siquiera funciona en la propia Isla. Tampoco podría siquiera imaginar, que su tarjeta postal sería expuesta para la venta por un librero de la orilla izquierda del Sena y que la foto del bello hotel, motivarían estas reflexiones.






domingo, 3 de octubre de 2010

CUANDO LOS MUROS SE CAEN

Agustin Munoz V



Creo que fue en Junio de 1971 cuando viajé a la RDA. Fue un viaje de estudios por las principales ciudades de la entonces llamada Alemania democrática, en el que se mezclaba lo académico con el turismo político. Obviamente el plato de fondo de esta visita fue una estadía en un casi despoblado y caluroso Berlín, con muy pocos vehículos y solamente algunos grupos de turistas caminando por la amplia avenida Unten den Tillen (Bajo los Tilos) que desembocaba en la histórica Puerta de Brandemburgo. Llamaba poderosamente la atención lo amplio de las calles y avenidas, el poco movimiento de vehículos y personas, lo que daba una impresión de inmensidad que se acrecentaba con los grises y funcionales edificios aledaños. Contrastaba el paso de los autobuses de transporte, de las bicicletas y de los contaminantes Trabant, codiciados automóviles que disponían de un motor a dos tiempos de 600cm3, con los raudos y elegantes Mercedez Benz provenientes de Berlín Oeste. Sin embargo, lo que verdaderamente impresionaba era el Muro.
El Muro de Berlín impactaba y una mezcla de angustia y de curiosidad invadía nuestras convicciones revolucionarias de aquel tiempo. Observar el Muro era regresar a lo más caliente de la guerra fría. Era como estar viviendo episodios de la maravillosa película protagonizada por Anthony Hopkins: “Espionaje en Berlín” o leyendo nuevamente “El espía que regresó del frío” de John Le Carré. El Muro constituía la línea divisoria entre Capitalismo y Socialismo. Era sombrío, medía más de 115 kilómetros de largo y sus 3.6 metros de alto semejaban a la siniestra muralla de la parisina prisión de La Santé. En algunos lugares se habían instalado, en su parte superior, barras de cemento con alambres de púa y muchas torres de vigilancia, al estilo del campo de concentración de Buchenwald, disuadían cualquier intento de escapatoria hacia el otro lado. Los visitantes privilegiados como nosotros, debidamente acompañados por nuestro intérprete, podíamos acceder por un lugar previamente acomodado en el que, a través de un mirador, se contemplaba la artificial separación. Luego se nos invitaba a presenciar una película en que se explicaba la historia de Berlín después de la Segunda Guerra Mundial, el heroísmo de los soldados soviéticos que liberaron la ciudad, la división de Berlín entre las cuatro potencias y en seguida, su verdad acerca de la construcción del Muro.
Era una verdad que convencía poco. Se nos explicaba que hubo muchos atentados y provocaciones de parte de los imperialistas de Berlín Oeste que causaron muchas víctimas; que había una importante fuga de cerebros, de profesionales, de técnicos, los que una vez formados abandonaban la RDA atraídos por los excelentes salarios y las posibilidades de consumo de la otra Alemania; que los obreros partían a trabajar al Oeste, donde consumían, pero que dormían y se sanaban en el Este aprovechando las ventajas de viviendas subvencionadas y la gratuidad de la seguridad social; que la gente del Berlín capitalista compraba en la RDA los productos esenciales de consumo, a precios más reducidos, produciendo alarmantes desabastecimientos y descontentos de la población . Agregaban que debido a la propaganda occidental, era tal el número de personas que dejaban el paraíso socialista por el ogro capitalista que en poco tiempo el país no habría podido funcionar. Curiosos y contradictorios argumentos para explicar la construcción de la gris muralla. Uno se interrogaba acerca de cuál era en realidad el paraíso. No obstante estas explicaciones poco convincentes, aceptamos esa realidad. Fue más fuerte en aquel momento el peso de nuestros juveniles ideales, que el ejercicio de la razón ante una evidencia vergonzosa.
La visita del Muro terminaba con la posibilidad de poner algunas impresiones en un enorme libraco de firmas, igual a esos antiguos cuadernos de contabilidad de gruesas y acartonadas tapas. Antes de firmar y poner algunas diplomáticas palabras tuve la curiosidad de leer varias páginas en las que se consignaban impresiones ditirámbicas hacia el comunismo, loas a sus dirigentes y, en una de ellas, un sintético: “Viva el Socialismo, mierda” marcaba el paso de algún entusiasta compatriota. ¿Dónde estarán esos libros? ¿Los habrán quemado o estarán en algún museo? Creo que sería un ejercicio interesante encontrarlos e identificar algunas firmas de visitantes que fueron, son o serán gobernantes de nuestro continente. Con seguridad nos sorprenderían los testimonios que dejaron por escrito luego de su visita del Muro.
El otro Berlín contrastaba con el de la RDA. La gente elegantemente vestida hormigueaba por aceras atestadas de cafés, de tiendas y de comercios diversos. La juventud poblaba las terrazas de bares y restaurantes, las que gracias al colorido de las vestimentas y de sus risas tomaban un masivo aire de fiesta, de alegría. Se apreciaba que el Berlín occidental era una potencia económica. Las bellas construcciones, la actividad cultural, la diversidad de diarios, revistas, publicaciones, la vida nocturna, los modernos automóviles y el fuerte consumo contribuían a aumentar nuestras dudas.
A pesar de todo ello, nada hacía pensar en esos momentos que 18 años más tarde, el 9 de Noviembre de 1989, el muro sería derribado por una de las más impresionantes manifestaciones populares de Alemania. Era lo que Marx denominaba el “motor de la historia” lo que lo sepultaba definitivamente. Hubo otros “motores de la historia” en los paraísos del Este: En 1980 Lech Walesa y Solidarnosc en Polonia, las revueltas de Hungría de 1956, de Checoeslovaquia en Praga en 1968, la revolución de terciopelo en ese mismo país que comienza en 1988 y la profunda mutación que se produce en la Unión Soviética con la apertura y transparencia iniciada por Gorbachov, son otros históricos motores que hicieron posible que la alegría también llegara al Este.
Fue, claro, una alegría relativa. Si bien ahora es posible expresarse libremente, argumentar ideas sin temor a represalias, viajar hacia otras latitudes; la economía de mercado ha impuesto otras reglas del juego que ha golpeado duramente a una población acostumbrada a los subsidios, a la gratuidad de la educación y al acceso a una salud decente.
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PROXIMA CRONICA: " VIVE LA REVOLUTION"
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