martes, 10 de enero de 2012

SECRETOS PARCIALES DE UN AUTOFLAGELANTE

                                                                                                                                 por Agustín Muñoz V.

Han pasado casi 39 años desde que Augusto Pinochet encabezara el golpe de Estado de 1973, imponiendo una brutal dictadura que dejaría profundas huellas en nuestra sociedad. Ni siquiera los veinte años de gobierno de la Concertación eliminarían el perverso legado cultural, político y societal impuesto por el dictador con el apoyo explícito o el consentimiento tácito de la inmensa mayoría de nuestros actuales gobernantes, legisladores y miembros del poder judicial.
Las masivas protestas estudiantiles y ciudadanas contra las enormes desigualdades en la educación, iniciadas bajo el gobierno de Michelle Bachelet y continuadas durante la presidencia de Sebastián Piñera, son el resultado, por una parte, de una mayoritaria reivindicación ciudadana por el acceso democrático e igualitario a una educación de calidad y gratuita y, por otra parte, han tenido el mérito de haber abierto el debate y el interés por los temas más complejos y cotidianos de las desigualdades existentes en Chile, así como sobre la pertinencia de una urgente y profunda reforma tributaria que permita avanzar en la búsqueda de la equidad y terminar con los abusos de las enormes excepciones tributarias que favorecen a las grandes empresas, aplicando , por ejemplo, un impuesto único sin distinciones entre utilidades devengadas y retiradas .
Recuerdo como nuestra clase política se desentendió totalmente cuando en el año 2002, David de Ferranti, Vicepresidente del Banco Mundial, expuso su informe sobre las desigualdades en Latinoamérica, destacando que Chile era el país más desigual del continente y uno de los más desiguales del mundo. No hubo ningún comentario en los medios de comunicación absolutamente controlados por la derecha. Muchos de nuestros compañeros de la concertación guardaron un silencio cómplice, ignorando igualmente el mencionado informe. Hoy en día la desvergüenza de los que apoyan al actual gobierno y que sostienen que en Chile las desigualdades son muy leves, los lleva incluso a poner en duda científicos indicadores metodológicos como el coeficiente de Gini que mide el grado de desigualdad existente en materia de redistribución del ingreso.
Las desigualdades no se dan solamente en el terreno de la educación, tan cuestionada por la ciudadanía, sino en el terreno de la salud, convertida en la gran injusticia nacional y en un negocio de proporciones sin límites, en el de las pensiones, en el de los salarios, en las discriminaciones por sexo, por raza, por origen étnico, en las limitaciones de nuestra legislación del trabajo que en síntesis es casi la misma que promulgó en 1979 el hermano del actual gobernante, José Piñera, y que fuera conocida como el Plan Laboral. Las rigideces impuestas por la dictadura a la sindicalización, a la negociación colectiva, a las indemnizaciones por años de servicio, a la protección en general del trabajador, no han variado en lo esencial y las pocas evoluciones positivas han sido gracias a los dictámenes emanados de la Dirección del Trabajo.
Las desigualdades se dan también en las posibilidades de participación ciudadana en los asuntos públicos o en las estructuras políticas, y esto es válido para el conjunto de la clase política, tanto de izquierda, de centro o de derecha, pues se han constituido herméticos centros de poder que operan como castas, permitiendo el acceso solo a familiares o a aquellos más incondicionales y descartando las voces disidentes. La crisis de credibilidad de la Concertación, el gran rechazo ciudadano a los partidos políticos y a sus dirigentes - salvo la conocida excepción de Michelle Bachelet - explicitado en todas las encuestas de opinión existentes, es una muestra preocupante para la democracia y es el reflejo del autoritarismo que ha existido y perdura en el conjunto de la clase política, Concertación incluida.
A pesar de que durante la Concertación, fundamentalmente durante el gobierno de Ricardo Lagos, se logró una importante cantidad de paulatinas reformas a la Constitución impuesta durante la dictadura, cuyo artífice fue una de las figuras emblemáticas del pinochetismo, convertido en divinidad nacional por los más ortodoxos de la derecha beata, hasta hoy el sistema binominal impera todopoderoso, al igual que la fuerte dosis de presidencialismo que reduce al parlamento a su más mínima expresión y lo disminuye ante la población. Es lo que Ominami denomina Monarquía Constitucional.
Muchos se han preguntado y todavía se preguntan cuáles fueron las razones que una coalición democrática gobernante o algunos de sus integrantes, con dos partidos etiquetados de izquierda, con pasado socialista y con algunos dirigentes auto confesos de ser marxistas leninistas no haya levantado su voz con energía para explicar a la ciudadanía o a los militantes de sus partidos el porqué una fuerza democrática, progresista, anunciadora del cambio social, de la alegría, se convierte paulatinamente en administradora de una gestión eminentemente neoliberal en lo económico, tímidamente progresista en lo político e incapaz en veinte años de gobierno, de realizar las transformaciones políticas y sociales que las grandes mayorías esperaban
Mucha gente se preguntó en su momento, sin haber tenido ninguna respuesta, porqué se designaban en importantes tareas del gobierno democrático a personeros que habían tenido una actuación pública destacada en la desestabilización y caída del gobierno del Presidente Allende, como fue el caso de Federico Willoughby, por nombrar solamente a uno que ocupó durante largo tiempo oficina en La Moneda, o la razón del nombramiento de algunas altas autoridades del Ejercito que de alguna manera, aunque haya sido indirecta, estuvieron relacionadas con violaciones a los derechos humanos, o el apresuramiento institucional por liberar a Pinochet de su presidio en Londres.
La ciudadanía y la militancia de los partidos de la Concertación tampoco tuvieron respuestas acerca de la tolerancia de los gobiernos democráticos en algunas materias complejas como lo fueron el negociado de la quebrada empresa Valmoval que el hijo del dictador vendió al ejército y que el estado chileno debió solventar en su integralidad bajo la amenaza de un nuevo golpe de estado; o la venta, a precio vil, de empresas nacionales a privados, una suerte de piñata nicaragüense, con ventajas indiscutibles para los nuevos propietarios; o algunos conocidos actos de corrupción ocurridos en democracia. Tampoco nunca se informó o se transparentaron los fondos que se recibieron del exterior para el financiamiento de las campañas políticas de algunos de los más importantes dirigentes de la izquierda chilena o el intempestivo enriquecimiento de algunos líderes concertacionistas que se reconvirtieron en empresarios. Menos información hubo de la utilización de los fondos reservados de algunos importantes ministerios.
Luego de la derrota sufrida por la concertación y el triunfo de la derecha que luego de medio siglo accede al gobierno por medio del voto popular, hubo un sinnúmero de inconexas explicaciones de la hecatombe que, más que análisis serios sobre el comportamiento ciudadano, se centraron las más de las veces en recriminaciones que no entraron en lo sustantivo, ni se establecieron las medidas necesarias para ir hacia una recomposición de los partidos, de sus plataformas ideológicas, del recambio de sus dirigencias y hacia un acercamiento con la ciudadanía.
El reciente libro escrito por Carlos Ominami, uno de los más destacados políticos de los últimos veinte años, titulados “Secretos de la Concertación Recuerdos para el futuro”, pretende dar respuesta a algunas de estas interrogantes y no puede dejar indiferente a ninguna persona que haya sido protagonista o que tenga interés en estudiar o conocer algunos aspectos de la realidad política de Chile desde el término de la dictadura militar.
Ciertos capítulos, el mismo título de la obra y algunas de las reflexiones de Ominami quisieron recordarnos algunos aspectos del profundo análisis que en 1993 Jorge Castañeda hiciera de la izquierda latinoamericana en su “Utopía Desarmada”, texto de referencia obligado para los cientistas políticos interesados en nuestro continente. Muy lamentablemente el análisis de Ominami no profundizó más en conceptos políticos e ideológicos como el socialismo, la democracia, la participación ciudadana o el populismo, solamente hubo evocación de los mismos, centrándose esencialmente en la experiencia de los años de gobierno concertacionista.
Los nueve capítulos del libro que se desarrollan en 359 páginas de muy fácil lectura, con un lenguaje claro, ameno y sin ambigüedades son, entonces, un testimonio de las vivencias políticas directas del ex miembro de la comisión política del Partido Socialista, ex senador y ex ministro de economía quien se caracterizó durante los veinte últimos años por tratar de promover un debate de ideas y una reflexión crítica en torno a los logros, dificultades y errores del gobierno democrático y de los partidos que la integran, a objeto de enmendar rumbos y recuperar la adhesión popular. De allí su ubicación en el bando de los autoflagelantes (término también puesto de moda por Castañeda), es decir de aquellos que trataron de impulsar una autocrítica con posterioridad a las elecciones de 1997 y que de alguna manera fueron silenciados por el peso del poder del cual formaban parte. En esto hay un mérito indiscutible del ex senador y que tal vez lo pueda exhibir con orgullo. Ha sido una de las pocas figuras del socialismo chileno y tal vez de la izquierda, junto a Carlos Altamirano y a Jorge Arrate, que ha tratado de propiciar un debate de buen nivel y con la verdad de por medio. Sus anteriores publicaciones como “La hora de la verdad” “El debate silenciado” y “Animales políticos” se orientaban a ello.
El reconocimiento especial que al inicio de su libro hace, Ominami, al no identificado mozo de La Moneda que señala que a pesar de los cambios de gobierno, los invitados son siempre los mismos, explicita muy gráficamente lo que ha sido la política en Chile al concentrar el poder en una elite de dirigentes que no se renuevan y que no permiten el acceso a otros que no sean de su propia casta o de su misma red. Durante el desarrollo de su relato esto es un leitmotiv, son siempre las mismas figuras, los mismos dirigentes, casi los mismos ministros y por poco los mismos presidentes. El propio Carlos Ominami no se salva. Es manifiesta su voluntad de estar en todo, en el partido, en la conducción política, en los ministerios, en el parlamento, en las relaciones internacionales etc. En otras palabras en la acumulación y monopolio de poderes, junto a su grupo, a sus incondicionales. Esto él mismo lo había puesto de manifiesto en “Animales Políticos”, escrito en 2004 y cuyo coautor es Marco Enríquez-Ominami. En esa publicación habla de la intensa relación que lo une con una hermética elite de importantes dirigentes socialistas que fueron conocidos como Los Cuchilleros.
Los cinco primeros capítulos son particularmente interesantes pues van paulatinamente dando cuenta de la evolución de la política chilena desde la dictadura a la democracia y de las dificultades de la transición que sitúan finalmente a los gobiernos de la Concertación, con la complicidad de los partidos políticos, en administradores más que en propulsores de un necesario cambio social.
Esta función de administradores del neoliberalismo, expuesta brillantemente por Carlos Altamirano y que Ominami niega sin mucho entusiasmo como expresión, pero que la dice con otras palabras, la explicita en el análisis muy bien logrado que realiza de los sectores clave de la discusión actual como la educación, la salud, las pensiones, la subordinación de los derechos laborales y en cierto modo de la soberanía, a las reglas del mercado y de la competitividad. Allí parece estar la cuestión esencial: una transición mal pactada, como la llama, que acepta finalmente que la política se subordine a las exigencias de una concepción económica muy alejada de los intereses de la mayoría de la población y junto a ello, la adhesión del conjunto de los partidos de izquierda o de centro izquierda a lo más sustancial de la ideología neoliberal que es el privilegio del individualismo por sobre lo colectivo, distanciando al ciudadano de la política y como él mismo lo dice “ la política deja de ser un elemento central para la vida y se transforma en un elemento accesorio”. Compartimos su fundamentado análisis aunque lo que se omite y que hubiese sido importante conocer son las razones de por qué, en el momento oportuno, no alzó con firmeza su voz al interior del PS, al interior de la Concertación o ante la opinión pública para informar de esta evolución, denunciar y hacer un llamado a la reflexión sobre los peligros que esa deriva implicaba y a tomar la decisión política que la rectificara. Tampoco sabemos las razones por las cuales no comprometió en esa crítica a los dirigentes de su círculo más cerrado, a sus incondicionales amistades, todos con responsabilidades direccionales que hasta hoy han guardado absoluto silencio.
El Salón de los Presidentes es el título del capítulo sexto donde se refiere a los presidentes de la Concertación. El análisis de la gestión de los cuatro mandatarios es sin duda descarnado,
implacable y muy valiente. No es que encontremos grandes revelaciones. Casi todo es sabido. El mérito es que le haya dado coherencia a situaciones que se conocieron por episodios y que haya tenido los cojones de exponerlo, a través del texto que comentamos, abiertamente a la opinión pública.
Los retratos de Eduardo Frei y de Ricardo Lagos, que forman parte fundamental de esta galería de ex presidentes son los que sin lugar a dudas recogen las mayores críticas. Al presidente Frei le atribuye Ominami el mal manejo en la conducción de la economía, la responsabilidad de la pésima gestión de la crisis económica, el deterioro de los partidos y la disminución de la representatividad de la Concertación como fuerza social representativa de las aspiraciones populares. La crisis política que vivió el país durante el mandato de Frei con motivo de la detención de Pinochet en Londres la aborda en capítulo posterior y conforme a la realidad histórica, Carlos Ominami se sitúa en el bando de aquellos pocos dirigentes políticos que consideraron que Pinochet debía ser juzgado en el extranjero al no existir las condiciones de un juicio equitable en nuestro país. No olvida mencionar a Jorge Arrate quien siendo Ministro, tuvo el coraje de celebrar esta detención. Pero tampoco olvida el rol que asumió, también con mucha valentía, José Miguel Insulza que según Ominami “se había transformado en una especie de portaestandarte de la posición que exigía la devolución a Chile del ex presidente, ex comandante en jefe y, en ese momento, senador vitalicio.” El rol de Ricardo Lagos en este asunto es presentado como oportunista, pues toma la decisión de desentenderse del asunto en aras de no comprometer su candidatura presidencial.
La presidencia de su amigo y compañero de luchas, Ricardo Lagos, es analizado con altos y con bajos. En su haber pone como hechos indiscutibles lo que denomina la respetabilidad republicana, al haber heredado una economía desastrosa con “una autoridad política erosionada”, que logra consolidar el poder civil por sobre el militar y el reencuentro entre civiles y militares. Punto importante de su gestión es la actitud del presidente por la defensa de la soberanía y de la independencia de Chile con motivo de la invasión de Estados Unidos a Irak que, a pesar de las vacilaciones iníciales, ordena votar en contra en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas del que Chile formaba parte de manera no permanente. Le atribuye igualmente otros logros en materias de obras públicas y en salud. La consolidación del neoliberalismo, el acomodo a un régimen ultra presidencialista y su indiferencia por constituir una fuerza política que permitiese avanzar en un real cambio social son los principales reparos a la gestión del ex presidente, que para la militancia de izquierda son sin dudas reparos sustantivos que opacan los logros del mandatario.
A Michelle Bachelet la presenta como el resultado de la aguda crisis de la política tradicional y de partida expone una faceta de la gobernante menos conocida por el público: su carácter autoritario, “glacial y sin concesiones” que contrasta con su imagen pública desbordante de simpatía y fraternidad. Le reconoce los conocidos logros en materias de protección social, destacando la pensión básica solidaria, las realizaciones en educación preescolar, en viviendas sociales y en materias de relaciones internacionales, sobre todo con nuestros vecinos países limítrofes. Destaca su enorme popularidad y en particular su posicionamiento como mujer en un mundo machista. Los cuestionamientos se dan en el importante rol que tuvo el ministro de hacienda Andrés Velazco en la implementación de una política en extremo conservadora y neoliberal, situación aceptada por la gobernante y en la no utilización para fines de desarrollo social, de los importantes excedentes acumulados por al alza de los precios del cobre.
Ominami es en extremo benevolente en su tratamiento del gobierno del presidente Aylwin. Tal vez el hecho de haber sido el primer presidente de la transición y el haber sido, el autor, ministro de economía del primer gobierno democrático explica el que no haya entrado en críticas negativas de la gestión de Patricio Aylwin. Cuando se habla de una transición mal pactada es la responsabilidad de Aylwin y de sus equipos. Las reticencias a escuchar voces disidentes emanan de ese gobierno por los temores a que la transición se interrumpiera. Nada se dice del rol que jugaron en esto Ministros como Enrique Correa, ni del inmovilismo y pavor que se produjo en el gobierno con el ejercicio de enlace el 19 de diciembre de 1990, ni porqué el Estado debió asumir el costo de los pinocheques, con el aval de los presidentes Aylwin y Frei. Alaba de la gestión del presidente Aylwin el haber promovido un intenso diálogo social bipartito y tripartito, olvidando que el mérito de ello fue esencialmente de la CUT y de su presidente, el fallecido Manuel Bustos, quien con el apoyo de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), logró imponer al gobierno y al empresariado el desarrollo del diálogo. No hay tampoco explicación de la indiferencia que hubo durante el período, a pesar de la fuerte presión sindical nacional e internacional, por avanzar en la ratificación de los convenios 87 y 98 de la OIT sobre Libertad Sindical y Negociación Colectiva respectivamente; convenios que fueron ratificados sólo el 1 de febrero de 1999, año en que asume la dirección general de la OIT el chileno Juan Somavía.
Resulta particularmente interesante el balance comparativo que Ominami realiza con las experiencias de otros países latinoamericanos destacando la positiva evolución política y la estabilidad democrática chilena en los últimos veinte años. Lamentablemente no profundiza ni pone suficientemente en exergo el caso uruguayo que es uno de los modelos políticos que revisten mayor interés en nuestro continente, a pesar de que lo desarrolla más ampliamente en el capítulo 9 cuando habla de ir hacia un nuevo progresismo.
En la derrota de la Concertación, la pérdida de su senaduría y la emergencia de la figura de Marco Enríquez, Ominami aporta su verdad. Hace un relato muy objetivo de lo que sucedió con las primarias y no vacila en poner en evidencia la poca clara explicitación pública de su hijo candidato a que votaría por Eduardo Frei, a pesar del acuerdo en que el compromiso de la Concertación era acelerar la aprobación de la ley sobre inscripción automática y voto voluntario y el de Marco Enríquez de señalar nítidamente su adhesión. ¿Fue esta actitud poco decidida la que originó la derrota de Frei? Es probable que haya sido una de las razones, aunque los dos tercios de los que votaron por Marco Enríquez hayan apoyado al candidato de la Concertación. En cualquier caso, Ominami insiste en sus páginas anteriores en mostrar la crisis de credibilidad de la coalición gobernante como factor fundamental de la derrota. Hubiese sido también de mucho interés que Carlos Ominami nos relatara los debates internos que se produjeron, tanto en el Partido Socialista como en la Concertación, acerca de algunas reformas políticas como el de la inscripción automática y el voto voluntario o el del voto de los chilenos en el exterior, sobre los cuales hay hasta este momento enormes diferencias de opiniones, muchas de ellas fundamentadas en pequeñeces políticas más que en cuestiones de principio.
Su propuesta de lineamientos programáticos, al final del capítulo 9 es de bastante relevancia, aunque muchos de ellos hubiesen sido expuestos por Carlos Altamirano en sus conversaciones con el premio nacional de historia Gabriel Salazar o, como él mismo lo señala, recoja propuestas programáticas de otros actores de la política nacional. Esto también es un mérito indiscutible. Sobre esas propuestas se puede establecer un debate de ideas, necesario y transparente. Prácticamente todos los temas de interés nacional están expuestos y en algunos casos bastante desarrollados como lo relativo a la Nueva Constitución y Reforma Política. Podemos discrepar del énfasis que pone en algunos aspectos de la participación ciudadana, por ejemplo, que recuerda un poco a las tesis de Pierre Rosanvallon acerca del populismo (Penser le populisme, 2011), pero lo fundamental está allí. Muchos de los temas, si fuesen discutidos, podrían contribuir a entusiasmar a la ciudadanía y a la juventud que hoy manifiesta una fuerte desafección hacia los partidos, hacia los dirigentes, hacia la política. Ello no es bueno para la democracia, pues la democracia necesita de partidos políticos sólidos, creíbles, para que haya gobernabilidad. Una urgente renovación es pues necesaria.
Es imposible no concordar con Ominami cuando se refiere a los difíciles y exigentes requisitos para construir un nuevo Chile a fin de que se convierta en un país más democrático, más igualitario y más tolerante. Ello es ciertamente una tarea pendiente y que solo puede ser llevada a cabo con un esfuerzo colectivo.
Podemos discrepar sobre muchos de los asuntos que Carlos Ominami desarrolla en este libro, pero no podemos ignorarlo, pues hay ideas para el debate. La indiferencia solo es una muestra más de la mediocridad intelectual o moral de aquellos que prefieren no referirse a lo que molesta a objeto de conservar sus parcelitas de poder y no enfrentarse a un debate de ideas en vías de construir un Chile mejor.

Enero 2012.